viernes, 25 de marzo de 2011

#19: El colectivo

I
Salió del trabajo un poco más temprano que de costumbre. Las presiones y el clima interno habían tornado insoportable el lugar. De todos modos, no era tan estúpido como para dejar esa pseudo comodidad sin antes conseguir "otra cosa".
En el bolso cargaba lo de siempre: una libreta que utilizaba para anotar cosas inútiles, una agenda del año '95 y un libro que nunca leía, pero tenía obsesión con sacarlo de paseo.
Caminó por calle Laprida y al llegar a la intersección con Córdoba, tomó dirección oeste, o sea, hacia la arteria principal del microcentro tucumano: 25 de Mayo. Andaba buscando su verdadero lugar desde hacía semanas.
Eran poco más de las 20 y el frío apretaba los dientes.
Fue en ese momento cuando la vió.

II
Salió de la facultad después de una tormentosa clase de física y, como todos los miércoles, cambió el recorrido para engañar a la rutina. Su vida había sufrido algunos giros en los últimos meses: su vocación caminaba por la cuerda floja y esperaba respuestas sin haber preguntado.
Llevaba consigo un cuaderno maltrecho y una lapicera cuyo capuchón era sometido diariamente a mordiscos de impaciencia. Llegó al Correo y tiró la diagonal hacia la parada del cinco.
Sentía mucho frío, pero lo disimulaba bastante bien.


III
Se sorprendió ante la rebeldía de sus formas, el desencanto de sus ojos, la indiferencia ante el todo y la inseguridad que masticaba. La atracción que sintió hizo que detuviera su marcha y fingiera ser un pasajero más.
Formó fila como en la primaria, contempló cada centímetro de su casi metro setenta y llegó a la conclusión que se había enamorado.
Precipitado, es cierto, pero enamorado al fin de cuentas.

IV 
Habían pasado menos de cinco minutos y la impaciencia desesperó la espera. Se comió las uñas de las manos antes de dejarlas, convulsionadas, dentro del bolsillo de su campera. Miró hacia atrás un par de veces y se apiadó de los recién llegados. “Van a tener que esperar otro colectivo” -pensó-. Y volvió su vista al infinito.

V
Notó que ella lo había mirado una vez. “Quizás se dio cuenta... debería ser más disimulado... o... o tal vez... o tal vez decirle que me gusta y que me estoy congelado con este frío de la gran siete sólo por verla... aunque también me gustaría tomar un café... Que se yo...”.
Silencio.
“Uff... me miró otra vez... quizás le guste... ¿Y si no...?”.

VI
Ya no podía disimular el frío y, en un acto de debilidad, había comenzado a tiritar. La espera consumía lo poco de paciencia que le quedaba. Odiaba viajar en colectivo y, más aún en horario pico.
Hizo crujir los dedos, mordió su labio de impotencia y maldijo al viento. Hasta que, como si alguien Supremo hubiese escuchado el ruego, el colectivo asomó la trompa.
Subió esquivando cuerpos hasta ubicarse a la mitad del coche.


VII
Para cuando quiso ensayar una respuesta, el colectivo ya había llegado y la gente subía apurada, como si una bomba fuese a explotar bajo sus pies. Debía tomar una decisión: abandonar el juego y darse por vencido sin al menos preguntar su nombre, o, avanzar un casillero en busca del potencial diálogo.
Subió, pagó con una moneda desprevenida y comenzó a buscarla con la mirada. Cuando la encontró, intentó acercarse lentamente.

Intervalo
“¡Asiento reservado!” -gritó el chofer-.
Y nadie se movió.

VIII
Su brazo colgaba del pasamanos y el reloj dejaba ver las 20:21. No entendía cómo las personas se dejaban someter de ese modo: uno pegado a otro, compartiendo el hedor acumulado de toda una jornada de trabajo. También se preguntó si mañana llovería.
Alguien interrumpió su momento de introspección al chocarla accidentalmente. Giró su cabeza y permaneció observándolo. Ese rostro le recordó al preceptor de la secundaria, “el de las medias blancas y pantalón negro”.
Y dejó entrever una sonrisa.


IX
Se hizo espacio como pudo. “Esto es para valientes”, balbuceó. Pensó en la Ley de la Selva y comenzó a empujar a todo elemento viviente a su alrededor. Indefectiblemente, el muchacho chocó a la joven, que al principio lo miró con cara de “te recibiste de tarado”, pero después sonrió.
“Sonrió” –se dijo a sí mismo. “¿Le gustaré?” –se preguntó.

X
El resto del viaje se lo pasó mirando por la ventanilla, consumiendo una realidad impuesta y repetida. Tarareó una canción de Almendra y bajó una cuadra después de la plaza de barrio Padilla.
Caminó cuatro, tal vez cinco pasos y escuchó un ruido; estaba demasiado apurada como para darse vuelta. Caminó, nada más le importaba.


XI
“Quizás sí, quizás no... quien sabe... Si al menos me diese una señal...”. Y se dejó llevar por la belleza hasta que ella interrumpió el momento de adoración con la melodía de “Muchacha ojos de papel”, dulce, tierna, deprimente.
“Eso es una señal”. Y se quedó pensando que decirle para romper el hielo.
Cuando volvió en sí, ella se alistaba para descender. Comenzó a pisar pies, a pelearse con medio mundo en el afán de alcanzarla.
Logró seguirle los pasos. Al menos los tres primeros, porque en el cuarto, tal vez el quinto, el bolso se rompió y cayó al piso salpicándose de agua podrida. Quiso levantarlo, secarlo, arreglarlo, seguirla, hablarle, confesarle su amor, besarla... pero cuando alzó la vista, su figura se había perdido en la inmensidad de la nada... y de la oscuridad.

XII
Esa noche, ella decidió abandonar la facultad y, a los dos meses, emigró hacia el sur, en busca de su vocación.


XIII
Esa noche, lo asaltaron cuando esperaba el colectivo para volver a su casa.
Durante dos meses fue a la misma parada céntrica pasadas las 20. No volvería a verla. Destrozado, abandonó su intención.
Al poco tiempo consiguió un trabajo en Misiones y un departamento a dos cuadras de su oficina.
Nunca más tendría que tomar un colectivo.


Nota
No todas las historias tienen que terminar bien.